De la misma Revolución de 1890.
La madrugada del 26 de Julio de 1890 fue, como muchas otras de los inviernos porteños, fría, húmeda y neblinosa. No era tiempo para estar a cabeza descubierta en los cantones.
Algunos de los civiles que se sumaron a las filas revolucionarias, llegaron a los puestos adjudicados, convenientemente abrigados, con sombreros, que eran prenda habitual en los usos de la época.
Otros, quizás menos previsores, nada llevaron para cubrirse. Y temprano en la mañana se hizo sentir el frío.
Alguien tuvo la idea: ir a un comercio vecino, lograr que el dueño - que vivía junto al local - lo abriese y les vendiese boinas. El comerciante no tenía cantidad suficiente, salvo de color blanco. Probablemente buen vendedor convenció a los revolucionarios que las adquiriesen, diciéndoles que les servirían de distintivos.
Efectivamente fue así. La idea se extendió por los cantones más alejados de los de la zona del parque, donde había nacido la iniciativa. Los revolucionarios se distinguieron con boinas blancas, cuya provisión se agotó rápidamente en todos los comercios de la ciudad.