jueves, 13 de noviembre de 2008

COMO RECREAR AL RADICALISMO


“Este radicalismo no es el que queremos. Cada uno de nosotros ha arrojado, por lo menos, una piedra para destruir lo que tuvimos. Ahora, no nos quedemos con odios. No son buenos, ni los odios ni los temores. Hagamos política. Valientemente, si cabe la palabra”

Toda democracia estable es bipartidista. No porque haya sólo dos maneras de ver el mundo.
El bipartidismo se justifica por razones funcionales.
Para gobernar un país se necesitan dos grandes fuerzas políticas: una que ejerza el poder; otra que le sople en la nuca y, eventualmente, pueda reemplazarla.
Sin control ni alternativa, no hay democracia.

Si el Partido Demócrata se aliara al Republicano, o se dividiera en una constelación de pequeños partidos, los republicanos se asegurarían el control permanente de los Estados Unidos.
Algo semejante ocurriría en Gran Bretaña si se borraran las diferencias entre el Partido Conservador y el Laborista, o uno de ellos se atomizara.

Y en España, si el PP y el PSOE se fusionaran. También si uno se subordinara al otro, o entrase en un ciclo de división celular.

Los grandes partidos no son monolíticos. En cada uno hay desacuerdos, a veces muy intensos; pero se los dirime mediante la democracia interior.

La representatividad puede ampliarse, legítimamente, mediante alianzas con otras fuerzas. Algunos sistemas (como el parlamentario, imperante en Europa; o el de colegio electoral, vigente en Estados Unidos) que favorecen las coaliciones. El propósito es evitar que el bipartidismo se convierta en un duopolio. .

Pero hay una alianza a evitar. La que, en vez de ampliar la representatividad de un partido, ayude a establecer el monopolio político.

La Argentina democrática ha tenido, por muchos años, dos grandes fuerzas.
Si se ignoran los cambios y divisiones que sufrió cada una, así como los nombres las alianzas o frentes que integró, se tiene que:

• El peronismo ganó ocho elecciones presidenciales: 1946, 1952, 1973, 1973, 1989, 1995, 2003 y 2007.
• El radicalismo, cuatro: 1958, 1963, 1983 y 1999.

Es cierto que, en 1958 y 1963, el peronismo estuvo proscrito; pero las elecciones de 1983 y 1999 fueron libres y limpias.

Hasta finalizar el siglo 20, la mayoría podía preferir al peronismo, pero tenía la posibilidad de optar por el radicalismo.

Ninguna de esas fuerzas estaba expuesta a perecer por culpa de un mal gobierno.

El peronismo no se evaporó cuando los montoneros, Isabelita, el rodrigazo, López Rega y la siniestra triple A empujaron al país a un caos. A lo sumo, el recuerdo de esos infortunios causó una derrota circunstancial: la de Luder, en 1983.

El radicalismo no se deshizo cuando, incapaz de parar un hiperinflación, debió apresurarse a entregar el poder en 1989.

Los dos partidos subsistieron y, con tanto vigor que, en 1999, se alzaron con 87% de los votos: De la Rúa (Alianza mediante) obtuvo más de 48; Duhalde más de 38.

Entre 1999 y 2001, se cebó una bomba. Con la consigna “un peso, un dólar”, De la Rúa afectó la competitividad, mantuvo a la economía en receso, provocó innumerables quiebras, llevó el desempleo a 25% y –-obstinado en prorrogar ese ficticio 1 a 1— endeudó al país y lo volvió insolvente.

A fines de 2001, pasó lo previsible: la llamada “convertibilidad” voló por los aires y se desató una crisis social.

No fue eso, sin embargo, lo que minó a la UCR.

Fue su mal metabolismo de la crisis. La dirigencia radical desarrolló un “complejo de inferioridad”. Se dedicó a la “autocrítica” y, culposa, apoyó a Duhalde, encargado de apagar el incendio que –-se aceptó—había “provocado la UCR”; no el dólar regalado que mantuvieron tanto Menem como De la Rúa, bajo la dirección del mismo ministro de Economía, peronista.
Antiguo crítico del 1 a 1, yo no podía plegarme a tal actitud, y negué mi apoyo a Duhalde. No para caer una oposición irracional y destructiva. El propósito era preservar la independencia necesaria.

Fue entonces cuando me convertí en “radical independiente”, y constituí un “bloque unipersonal” en el Senado.

El 3 a 1 produjo eso que algunos habíamos anticipado: el país empezó a crecer aceleradamente, el desempleo se fue disipando y el humor social cambió.

La gente se preguntaba quién había hecho el “milagro”: ¿Kirchner o Lavagna? Era difícil explicar que ninguno de los dos.

En noviembre de 2005 sostuve, en un debate organizado por Clarín, del cual participó el propio Lavagna: “El país no tiene hoy una estrategia de desarrollo; carece de metas y plazos. El actual crecimiento no debe llevarnos a engaño: es un rebote que, tras cuatro años de recesión, provocó la devaluación de 2002. Pero la devaluación sólo tendrá efectos transitorios, a menos que se mantenga la paridad real o se compense el posible deterioro con aumentos de productividad. El gobierno no está preparándose para eso; prefiere gastarse el dinero de esta recuperación pasajera, y el proveniente de la apreciación internacional de las commodities, que está haciendo crecer aun a los países que no habían devaluado, y hasta a los importadores de petróleo” (Clarín, 14.11.2005).

Lavagna se indignó. Le pareció una crítica de mala fe: no se podía ignorar los méritos del gobierno, atribuyendo el crecimiento al “rebote” y al “viento de popa”.

Catorce días después, Kirchner le pidió la renuncia y muchos creyeron que se iniciaba una nueva etapa. Imaginaron que el ex ministro reclamaría la paternidad de la “recuperación”, se enemistaría con el Presidente y podía ser una alternativa electoral, aceptable para la UCR, ya que había sido colaborador de Alfonsín y De la Rúa.

Cuando la candidatura de Lavagna se formalizó, participé junto a Margarita Stolbizer y otros dirigentes, de tres actos públicos (en Junín, la Facultad de Derecho y frente al Comité Nacional) donde se cuestionó que el radicalismo optara entre dos candidatos peronistas: Kirchner (Néstor o Cristina) y Lavagna.

A título individual, no había dudas: Lavagna conoce el mundo, es un economista bien formado y tiene mayor aptitud para el diálogo. Él resultaba preferible a cualquiera de los Kirchner.

Ése no era, sin embargo, el problema.

En mi opinión –recogida por la revista Mercado en diciembre de 2005-- Lavagan, carente de estructura propia y enfrentado a un Presidente que usaba el poder “sin demasiados miramientos”, tenía una tarea casi imposible: “los dirigentes se arriman al sol que más calienta; sobre todo en el justicialismo, que se jacta de ser pragmático”.
El temor era que, en caso de fracasar, Lavagna también terminara arrimado al sol que más calienta.

Por eso, el 6 de agosto de 2006 declaré a la agencia DyN: “El radicalismo no puede extenderle a Lavagna un cheque en blanco”.
Me preocupaba que, limitándose a optar entre dos peronistas, el radicalismo se subsumiera. Muchos mal interpretaron esa preocupación. Creyeron ver, en ella, una expresión de “gorilismo”.

En realidad, “gorilas” son quienes se opusieron a Perón, más que por sus vicios, por su mérito histórico: la reivindicación de la clase obrera. Son, también, aquellos que se llenaron la boca de democracia, pero impulsaron las proscripciones y dieron su apoyo a las dictaduras militares.

No es “gorila” mi argumento para defender la diferenciación respecto del peronismo. Yo creía en la necesidad de preservar el preservar el sistema bipardiario.

Me entristeció que, por fín, la UCR se dividiera entre “kirchneristas”, “lavagnistas” y emigrantes.

Cuando esa división se hizo inevitable, guardé silencio. No participé, de modo alguno, en la campaña electoral.
No fue un acto ostensible. Mi pasividad partidaria venía de lejos: tras la penosa elección interna de 2003, me alejé (sin alharaca) del Comité Nacional y de la Convención partidaria.

Ahora, creo que ha llegado el momento de hacerse oír.

No estoy exento de culpas. Nadie lo está. Pero me animo a parafrasear a Don Arturo Illia:
«Todos somos culpables y, cuando todos son culpables, nadie lo es
Este radicalismo no es el que queremos. Cada uno de nosotros ha arrojado, por lo menos, una piedra para destruir lo que tuvimos y lo que pudimos tener. No nos tengamos miedo entre nosotros.
Luchemos, yo no digo con generosidad: luchemos con sentido de responsabilidad. No nos quedemos con odios. No son buenos, ni el odio ni el temor. Hagamos política. Valientemente, si cabe la palabra. Creo que de esa manera podemos marchar».
Un gran partido nacional no perecerá por el fracaso de un gobierno, pero hay algo que puede sepultarlo: la percepción popular de que no puede gobernar ni ser alternativa.

En Gran Bretaña hubo, durante los siglos 18 y 19, dos grandes partidos: Conservador y el Liberal. A partir de 1920, los liberales fueron disolviéndose. Por lo mismo que obedece a una razón funcional, el bipartidismo subsistió; pero con un nuevo actor, el Partido Laborista.

En Estados Unidos, hubo siempre dos grandes partidos; pero no los mismos. En el siglo 18, había que optar entre federalistas y republicanos, en el siglo 18; en el 19, entre demócratas y whigs.

Por ahora, la Argentina tiene un sistema unipolar; y no se vislumbra un polo nuevo. Parece más viable (aunque arduo) recrear el radicalismo.

En nuestro sistema político, las fuerzas subyacentes siguen siendo las mismas.

Ambos Kirchner, Menem, Duhalde, Rodríguez Sáa, y aun Macri, son expresiones del peronismo.

La UCR oficial, los K, Carrió, López Murphy –pese a sus grandes diferencias— son o provienen del mismo partido que ofició, durante años, como alternativa al peronismo.

Para recrear partido radical, se debe procurar la reconciliación más abarcadora posible. La de “los que lo son” y “los que lo fueron antes”.
Eso exige un diálogo abierto, sin condiciones, que evite la recriminación recíproca y obligue a mirar al frente.
Semejante diálogo no puede ocurrir bajo el “paraguas” de alguna de las fracciones existentes. Hace falta un espacio neutral, para que nadie juegue “de visitante”.
Si el radicalismo reconstituye una “masa crítica”, luego deberá correr el riesgo de competir, solo, en las próximas elecciones; aun cuando parezca prematuro hacerlo. No se puede reconstruir una alternativa si se mantiene la subordinación a otras fuerzas.
Los argentinos deben percibir, además, que este “nuevo radicalismo” se ha fijado un horizonte. En un país carente de estrategia, urge exhibir un Proyecto 2011, que adapte las propuestas de los años 90, cuando el peronismo (incluidos los Kirchner) acompañaban la política que Menem imponía y la UCR criticaba.
Claro que la fuerza electoral no depende sólo de la reconciliación de los dirigentes y la exposición de un proyecto. Habrá que conferir la representación del “nuevo radicalismo” a los radicales más creíbles.

Rodolfo Terragno.
http://www.terragno.org.ar/

No hay comentarios: